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Historias de Rock con el 8: Pink Floyd

Hoy voy a disfrazarme de coach emocional: si quieres triunfar escribiendo, haciendo canciones, poemas, películas o cualquier producto audiovisual donde poder insertar un mensaje, coge un sentimiento universal y ponle palabras. Todo el mundo, cuando pase por esa situación, verá tus palabras en su mente.

Por Teodoro Balmaseda
La parada del mes: Pink Floyd. Echoes The Best Of Pink Floyd. 2001.

Durante años estuve sosteniendo una mentira, sin saberlo. Para los que vienen un pasito por delante de mí, que andarán cumpliendo los cincuenta, y si no los acechan, Pink Floyd era un apelativo habitual, como colega, amiguete o, si eres riojano, rabolechón. El caso es que oí una historia de Pink Floyd como equivalente al fluido rosa, al tuétano, esa misteriosa sustancia que los mamíferos tenemos dentro de los huesos y que hace que la conexión cerebro-cuerpo funcione. Me gustaba tanto la historia del fluido rosa —que es hasta un programa de radio—, que me sentí decepcionado cuando oí la verdadera historia.

Resulta que Pink Floyd es la combinación de los nombres de dos viejos bluesman: Pink Anderson y Floyd Council. Si fue idea de Syd Barret, de Roger Waters o de David Gilmour tendréis que averiguarlo leyendo el libro de mi buen amigo Manuel  López Poy, Pink Floyd. Se lee muy rápido, muy ameno y, sobre todo, es comida que alimenta. Con pulso de cirujano a la hora de exponer los acontecimientos sin juzgar, pero quitando el telón y mostrando la tramoya psicológica y emocional, tras ese inmenso terremoto en el que se convirtió la banda.

Yo soy un mero aficionado, conozco las canciones famosas, y las he tenido de fondo más de una vez —y de dos— cuando tiro unas líneas. Manuel es un investigador, y te va a abrir las puertas de par en par a la historia de esta banda. Poder escucharlos de fondo mientras lees cómo se fraguó tal canción, por que titularon así esta otra o qué pasaba en el estudio… no tiene precio.

A lo que iba al inicio es que, aun no siendo un fan acérrimo de estos tíos, hay varios momentos donde se me ilumina el pecho cuando los escucho. Yo nací a mediados de los ochenta, cuando todo el mundo sabía que el futuro eran los trabajos de fábrica, con la Tatcher y Reagan dejando su maravilloso legado, del que aún está saliendo mierda. Por eso todo el santo sistema educativo —pasé de Tercero de EGB a Cuarto de Primaria, fui la primera generación de la LOGSE— se empeñó en convertir la experiencia del aprendizaje en algo tan repulsivo que odiases todo lo que tuviera que ver con libros, pero salieras entrenado para poder aguantar ocho horas poniendo una tuerquita en un tornillito, como Chaplin en Tiempos modernos. Llevo más de media vida devorando discos, y casi un tercio juntando letras, muchas veces escribiendo sobre música, y no he tenido experiencia más aciaga que la clase de música. En serio, prefiero una mudanza que una hora de música. Si-la-sol-fa y solasilfa… por no hablar de la puñetera flauta. Unicef tenía que tomar medidas contra los exámenes de flauta.

En fin, que me disperso. Un buen día oigo una canción, we don’t need no education… unos martillos que van caminando, profesores que convierten a los alumnos en ladrillos para el muro. Joder, se me encogió el corazón. Era el sentir de la generación de Corea, de Vietnam, y se había ido prolongando hasta la generación de la guerra de los Balcanes. ¿Cómo no te va a gustar una canción que pone palabras a semejante atrocidad? Y digo atrocidad con todas las letras. Esos niños como ladrillos son los recursos humanos de hoy, autómatas reemplazables que hacen un trabajo por el mínimo salario imprescindible.

De ahí otra joya, Money. Una pasadita de arriba abajo por el capitalismo. Desde el gilipollas de tu vecino, que se cree clase media, pero gana dieciséis mil euros al año, y por los pelos, a algún imbécil de sangre azul que se ha comprado un pedazo de carro de trescientos mil pavos —¿eso existe?— con diecinueve años sin haber dado un palo al agua en su puta vida, ni parece que vaya a irse de vendimia. ¿Cómo puede no gustarte esta canción?

Y la joya de la corona: Wish you were here. Una frase sencilla, unos acordes acústicos y un mensaje que te ilumina el pecho. Si es la primera noche que duermes lejos de tu amor, cuando la relación se está aún fraguando. Delante de la tumba de tu abuela, cuando ayer te pasó algo bueno y pensaste que hubiera sido genial contárselo. Cuando ves a tu hija pirarse con el tonto de la moto y te gustaría meterla en un bote de melocotones y que no crezca más. Cuando pasas por la que fue tu casa de la infancia y te sientes como Brooks el de Cadena perpetua, intruso en un mundo que ha cambiado demasiado rápido. Cuando tu compañero de banda, genio y mentor, que era el talentoso, se presenta un día en el local años después de haber dejado la banda y está irreconocible, hecho trizas por los tratamientos de sus problemas mentales y por las drogas. Vale para todo:

How I wish / How I wish you were here / We’re just two lost souls / Swimming in a fish bowl year after year / Running over the same old ground / What have we found? / The same old fears / Wish you were here.(cómo deseo / cómo deseo que estés aquí / simplemente somos dos almas perdidas / nadando en una pecera / año tras año / corriendo por el mismo viejo campo / ¿Qué hemos encontrado? / Los mismos viejos miedos / desear que estuvieras aquí). traducción apañada.

La de Shine on you, crazy diamond es otra obra de arte a Syd Barrett. Una instrumental increíble, como si flotaras por encima del lado oscuro de la luna y pudieras descubrir las maravillas del universo a golpe de vista en una especie de viaje lisérgico.

Por darme la oportunidad de hablar de mi amigo Manuel López Poy y haber escrito tres obras maestras que deberían enseñarse en los colegios, y no la mierda de la flauta, aparte de haber puesto palabras y melodías a sentimientos tan comunes que cada uno los expresamos con diferentes palabras:

Pink Floyd.  Echoes – The Best Of Pink Floyd.

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