Decía Einstein: «Temo el día en que la tecnología sobrepase nuestra humanidad; el mundo solo tendrá una generación de idiotas». Internet y el desarrollo de la tecnología nos han dado mucho. Joder, que he visto el Windows 98 petarse por las buenas, los primeros usb de 250 megas que cascaban con nada… Ahora puedes hacer buenos amigos virtualmente, como mi co Santi PekeñoTernasko, sí, pero igual lo hemos llevado demasiado lejos. La industria de los robots de compañía (emocional y sexual) nos va a invadir en nada, el primer contacto de toda una generación con el sexo suele ser con el porno y a una edad demasiado temprana y todas nuestras redes sociales se rigen a través de misteriosos algoritmos. Es cierto que la vida se ha acelerado, pero ahora no podemos parar, no podemos dejar de pisar el pedal y disfrutar el camino. Hoy revindico una figura engullida entre las olas del tiempo: el mentor.
Por Teodoro Balmaseda
Tendría yo unos trece o años, a lo mejor quince… cuando fuimos a casa de un familiar. Ya lo he dicho en alguna ocasión: el único heavy en mi vida. Aparecí con mi sudadera de S.A. y mis pantalones PG de rapero (cómo me gustaban aquellos pantalones. Mi reino por volver a tener unos), creyéndome el más chulo y me puso un cd entre los dedos. Tenía una de aquellas mini cadenas de cuatro pisos, con un multi-cargador de cd’s y un sinfín de altavoces por todas partes, hizo clic… y yo flipé.
Un menda con rastas, una X en el entrecejo que me hizo cagarme vivo (me pasó lo mismo la primera vez que vi a Charles Manson) y un nombre: Rob Zombie. Tenía los ojos como dos huevos cocidos. A mi alrededor, como si fuera una peli de Bela Lugosi, una intro de peli de terror y una guitarra maníaca. Para que luego digan que la educación no influye. Catorce tiernos años de colegio de monjas, con la turra del infierno empezaron a brotarme hasta del ojo del culo. Superbeast retumbaba alrededor (pero retumbar, retumbar. De venirse abajo el techo) y, por un momento, pensaba que se iba a abrir el suelo bajo mis pies e iba a aparecer Belcebú para llevarme a rastras a churrascarme al sarmiento. Ternuritas.
Empezó Dragula a toda mierda y yo estaba en shock, mirando la portada y pensando en cómo iba a provocar el apocalipsis un puñetero disco. No me gustó… con matices. Le dije que lo quitase, devolví el cd y hasta luego. Tres minutos de satanismo zombi eran más que suficiente para mí.
Pero pasó el tiempo y ese cabroncete se quedó en mi subconsciente dando tumbos. Conocí un poco más, los MetallicA en Garage Inc. que, como he dicho, fueron mi primer amor, y me decidí a retomarlo. Me lo llevé a casa, lo puse en mi radiocasete, y me entretuve en ojear el libreto mientras sonaba aquella perorata. Se puede decir que, cuanto más escuchaba estas historias, a estos zumbados satánicos, más libre me sentía. Tanto rollo católico, que parecía haberme entrado hasta el tuétano se había quedado en la piel. A ver, soy respetuoso con las creencias religiosas. Es más, todo el mundo debería pensar sobre qué pasa cuando la palmamos y rezarle a lo que le mole, sea una cruz, Lemmy Killmister o las camisas de Chiquito de la Calzada. Pero Rob Zombie, entre mis manos, me demostraba que sólo era un tío que grababa discos, como Jon Secada (con sutiles diferencias). Si me sonaba bien, ¿por qué cojones no disfrutarlo?
Lo cierto es que, a mis treinta seis años y con efecto retroactivo, le alabo el gusto a Rob Zombie. Tiene unas baterías muy mecánicas, casi sacadas de la música electrónica, mucho elemento del tecno (Demonoid Phenomenon es un carrusel de arreglos maquinetos). Es un precursor del metal industrial, aunque bueno, Ramm+ein, Oomph!… ya iban dando leña por esas fechas.
Tiene ese momento zombificante de cierta música electrónica —The Prodigy, que me pone muy burro también, por ejemplo— con la oscuridad y la contundencia de las guitarras. Cuando baja el tempo, como en Living dead girl, se aprecian todos los matices como vocalista. De esas voces que parece a punto de romperse en un carraspeo.
Me lo estoy repasando mientras tiro líneas. How to make a Monster podría ser la banda sonora de Sopa de miso, de Ryu Murakami (a leer, cabrones). Noto un bajón importante más allá de los singles, de las primeras canciones, que eran las que iban con más pretensiones y, a medida que avanza el disco, pierde gas, pero lo cierto es que después de veintitrés años sigue sonando vanguardista, y sigue acojonando la portada.
Hay cosas que no se pueden reemplazar. Por mucho tiempo que roben, educar a un hijo no se puede delegar en la maquinita de los cojones. Quedar con los coleguis para hacer algo no se puede comparar con estar juntos pero cada uno a su móvil. Que en Japón hay gente casándose con muñecos de compañía, que no es un globo con cara de sorpresa, porque ahora tiene una piel sintética más suave que la real y yo qué se… no es lo mismo. No es lo mismo que alguien amado te susurre un «te quiero» furtivo entre las sábanas que mirar un par de ojos muertos, muy logrados, sí, pero muertos.
Los algoritmos de Spotify o YouTube, eso de ir al buscador y poner «si me gusta esto, ¿Qué bandas escucho?»… no está mal, pero creo que no es lo mismo que ver a tu mentor/a decirte: «¡Tienes que escuchar esto!». Se está perdiendo, si no se ha perdido ya, el mentor, y es una auténtica pena.
Por haberme envejecido estupendamente, por anunciar el terremoto que estaba a punto de poner el metal del revés con el cambio de milenio y por ayudarme a reivindicar una vida un poco menos digital y más humana:
Rob Zombie – Hellbilly Deluxe.