Cantaban los Reincidentes: Rabia es la sangre que hierve por conseguir las metas de nuestra imaginación. No me voy a poner a dar consejos de coaching emocional o de alguna pijada de esas que identifica a la gente que no le gusta trabajar, pero no podemos estar veinticuatro horas en ebullición eufórica. Hay momentos de tristeza, momentos de ira… A mí esos momentos de rabia, de mala leche, me alimentan. Seguro que soy un tío tóxico, mala gente, de esos que, desde antes de la pandemia, sube por la escalera para no tener que saludar a nadie.
Por Teodoro Balmaseda
Llevo semanas con un nudo de rabia atascado en medio de la garganta, como un gato con una bola de pelo. He contado hasta diez, me he ido a dar un paseo, a correr, he hecho flexiones, pesas… y hasta un poco de asfixia autoerótica (en esta lista, sólo una es broma), pero sigo teniendo el mismo sinsabor. A la mierda. Lo voy a soltar. Debate sobre el estado del rock&roll, el punk, el heavy metal, el ska… y cualquier cosa donde haga falta un poco de distorsión.
Nos morimos. Como un diplodocus viendo el asteroide venir. No hay relevo generacional, y lo poco que se mueve, huele raro. Hay mucha meritocracia y pocas oportunidades reales para gente poco experimentada pero con ganas. El rock ha sucumbido a los tiempos que corren y, si no tienes pasta o muchos contactos, tu talento seguramente va a irse por el desagüe. Cuando Black Sabbath o los Diamond Head flojeaban, había una nueva generación, MetallicA, Anthrax… pateando culos. ¿Quiénes son los nuevos MetallicA? ¿Los nuevos Nirvana? ¿Los nuevos Ramones? ¿Reincidentes? ¿Boikot?…
A ver, antes de que suenen balazos. Tiene razón de ser. Los últimos veinte años han sido un tributo continuo al individualismo, al resultado inmediato, a la chapuza y a la incompetencia. El problema es que la industria discográfica es eso, una industria, y busca beneficio. Se la suda el arte y lo que hace para conseguir pasta, mientras consiga pasta. Y, como pasa en todas las facetas de la vida, si nadie controla al capitalismo, se acaba devorando a sí mismo y a sus hijos, como Saturno en el cuadro de Goya.
Treinta años de machaqueo de radio-fórmulas, de canción del verano y truños aberrantes por el estilo, aparte de la censura más o menos subrepticia que ha sufrido la música que nos pone la carne de gallina, han surtido el efecto deseado: incultura musical casi total. Es la sobredosis tremebunda de información la que hace que dependas de un puñetero algoritmo y estés encerrado en diez canciones media vida. Si a eso le unes esa especie de déficit de atención, de prisas perpetuas en las que vivimos, hacen que ni uno de cada mil individuos por debajo de veinticinco años le den dos minutos al White Room, de los Cream. Y otra cosita, te puedes tirar dos años ensayando tres horas al día todos los días del año y seguir siendo un manta con los dedos en carne viva, pero decir tres gilipolleces en un micrófono y que el demiurgo haga que parezcas hasta cantante con el AutoTune… diez minutitos y apañado. Y te deja un montón de tiempo para añadirle un videoclip con cuatro jamelgas echándose champán por encima. Todo muy moderno, sí.
Por el contrario, y lo más jodido, es que están saliendo unos músicos y unas bandas de cagarse. Ni sé las reseñas en las que he puesto «si estos cabrones nacen treinta años antes, se comen el mundo». Bandazas y musicazos en sitios medio vacíos, o con unos pocos puñados de visualizaciones.
Pregunta obligada: ¿Por qué sigues haciendo esto? Porque no puedo concebir un mundo sin esperanza, ni sin poesía, ni sin rock, ni sin novelas. Necesitamos historias que contarnos, y música que escuchar de fondo. Necesitamos garitos en los que flipar. Y si esto se acaba, como sospecho, en diez o quince años cuando se empiecen a jubilar las bandas que nos han hecho adultos, por lo menos me quedarán un montón de paranoias amablemente alojadas por mi “co” Pekeño Ternasko, como en Cadena perpetua: «Brooks was here».
Por eso, y después de la introducción más larga de la historia, me voy a quitar el sombrero con un tío que hace lo que le sale del níspero, y encima lo clava: Dave Grohl. Allá por 2004 se mete en un estudio con una docena de temas, llama a unos cuantos coleguitas y arma un pedazo de disco que es lo más parecido al fin de semana del All Star de la NBA que puede hacerse con guitarras, bajos y baterías. Shake your blood, con Lemmy que se sale, Red war, que me dio un momento de autobombo. No sabía quiénes eran y pensé: «Cómo se parece a Max Cavalera, ¿no? Es que era Max maldiciendo a sus enemigos. Homer rima genial con Homer, y Max se parece mucho a Max.
Ice cold man, con esa distorsión a fuego lento que es puro acido sulfúrico, Centuries of Sin, otro misilazo con toques a Venom. Dictatosaurus, que la hace el de Voivod, pero suena un poco a Megadeth…
Mucha introducción y poco destripe, pero son cincuenta minutos realmente imprescindibles para cualquiera que guste de oír trallazos, además porque son muy variados, tanto como la gente que participa en el disco, es como oír doce discos diferentes en cincuenta minutos deliciosos.
Por haberme sacado un montón de mierda que se me estaba enquistando en la garganta y por haber demostrado que, aunque medio muertos, la bestia sigue siendo capaz de dar unas buenas hostias juntando a unos cuantos amiguetes:
Probot. Probot.