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Historias de Rock con el 8: Seether

Lo que necesito, darle más coba a mi ego, más introspección. Pero, como dice mi colegui Santi Pekeño Ternasko que no puede vivir sin mí, voy a ahondar un poco en ese tipo de chorraditas que tienen toda la importancia del mundo. Y tú, ¿cuándo te diste cuenta de que no eras como los demás?

Por Teodoro Balmaseda
La parada del mes: Seether – The  Surface Seems So Far. 2024.

Judas mind tiene ese comienzo a medio tempo que estalla en un riff de cagarse. Ingredientes de System of a Down y de todas las bandas nu metal que he traído mil millones de veces, y vamos por más. Mientras esta mezcla de Staind con Of miece and men y algo de Linkin Park me vuela los oídos, empiezo con el meollo. Ya he hablado en más de una ocasión de mi crianza en colegio de monjas —ahora presentando el libro lo menciono casi siempre— y en que, para bien o para mal, por muy lejos que vuele mi mente, mis talones están fijados a ese suelo fangoso, como en la portada de este disco. Ese rollo moralista —el refrán del cura: haz lo que yo digo, no lo que yo hago—, y tantas conversaciones sobre el alma y los cielos… con una mano en la caja de caudales.

Illusion y ese riff potente me están haciendo coger velocidad a las teclas. No sé exactamente en qué punto, y seguro que hay alguna caja de Pandora freudiana latiendo ahí abajo, pero una de las reacciones de mi cerebro fue hacerme supersticioso. Ahí me di cuenta de lo especial que era. No especial como John Connor, o como Usain Bolt, pero sí que mi coco no funcionaba como el resto. Lo único que tengo de positivo es que soy un supersticioso creativo. No me afecta pasar debajo de una escalera, ver un gato negro o vestir de amarillo. Yo soy un freestyler: creo mis propios rituales.

Beneath the veil tiene un rollo acústico y eléctrico a la par que me recuerda a Crazy town, ahora que no hace mucho que palmó el cantante y sacaron el carro de la mierda a pasear. Mi nivel de superstición empezó poco a poco, pero, si me hubiera dejado ir, estaría como Jack Nicholson en Mejor… imposible, y no es coña. No es una licencia literaria. Dentro de mi coco hay una parte dedicada sólo a análisis de detalles y creación de nuevos rituales, y tiene más neuronas que la que recuerda la tabla del 7.

Semblance of me… a ver, no inventan nada. Es Hoobastank y todo lo que he mencionado antes… pero mola. Y lo importante, hace que este manojo de morcillas que tengo por dedos vuele sobre las teclas y las líneas avancen. Pues lo que decía: en mi clase fui el 3 durante muchos años, así que el 3 se convirtió en mi número de la suerte. Meh, no es tan grave, todo el mundo tiene uno. Miles de personas se tatúan uno con una caligrafía chula precisamente a modo de amuleto…

Walls come down es el título perfecto para empezar con esta espiral. Ha subido el ritmo de la batería, y tiene un toque a lo Sober que es un alivio estilístico que me ayuda. Joder, no es tan fácil destriparse a uno mismo. Mi infancia básicamente fue gris: miles de horas en la cárcel —iba casi toda la mañana, me dejaban salir a comer, me tenían allí toda la tarde y, por si lo olvidaba, me trallaban de deberes, para que no se me olvidara mi estatus de preso en trabajos forzados—, y apenas un par de válvulas de escape: el Logroñés (al que juraré amor eterno cada vez que se me cruce el cable), la colección de cromos y los Power Rangers. De ahí me vino el segundo ritual, que es el rojo. Mi color es el rojo. Soy rojo, y mi corazón late fuerte a la izquierda (guiño, guiño).

Try to heal. Me siguen sorprendiendo estos títulos de bienestar mental contrastando música que suena fuertecita. Un ejemplo más cercano: Los pájaros, de los Rabia Pérez. Me releo y a lo mejor me paso de punky. A ver, que la cárcel en la que estaba yo la hemos compartido todos los de mi generación y a lo mejor sueno un poquito a milenial de cristal finito, pero expreso cómo lo sentía y cómo lo vivía. A lo mejor hasta los 15 no vi absolutamente nada de mi interés en el colegio.

Paint the world vuelve a esa influencia de Staind. Si no se parece a For you, que baje Lemmy Killmister y lo vea. Pues mi color es el rojo, mi número es el 3. Menuda pijada… hasta que de chavalín me pasé meses sin ganar una partida de billar por estar obcecado en calzarme la bola roja con el 3. Llegaba al punto de sabotear todo por cumplir los rituales, y el problema es que, al menos en mi mente, era una espiral creciente. Same mistakes es un buen título para el siguiente capítulo. Los mismos errores, una y otra vez, aumentando en calidad y cantidad. Por ejemplo, ya en el bachiller, el insti me pillaba a más de media hora andando. Hay como diez rutas posibles con las que tardas el mismo tiempo, minuto más, minuto menos (guiño a Ternaskito).  Si iba por una ruta y me salía bien un examen, las notas, o una chavalilla de mi clase que me molaba un poco me daba algo más de bola… automáticamente desechaba las demás rutas y empezaba a llevarla como si fuera un peregrino ofreciendo mi tributo al dios invisible.

Lost all control. Joder, parece que me han puesto las canciones a medida. Una vez que entras en este rollo supersticioso, el problema es que no hay fin. En el mismo bachiller, estrené una camiseta un día que se me torció un examen que llevaba controladillo. ¿Sabes quién no la ha vuelto a usar ni una sola vez? Estará en algún cajón olvidado. Tengo que ir a un sitio, y es caminar diez manzanas por la misma calle y cruzar de acera, es decir, hay como quince oportunidades de cruzar, contando las opciones menos DGT friendly. No va a ser casualidad que escoja este o el otro cruce, sobre todo si pasa una cabronada.

Dead on the vine es ese tipo de riff que no parte cuellos, parte espaldas. Qué guitarreo. Otro ejemplo: el día que palmé el examen de pistas de tráiler, que fue una gilipollez somera, iba escuchando un disco de Oomph! No sé decir cuál, ni qué canción en concreto me daba vueltas en el coco, porque lo borré del mp3 y ya lo he olvidado. Suena a patochada, pero créeme, es un sufrimiento y una pérdida de energía tremendo. Regret le pone el broche de oro. Sartre miró a la inmensidad del universo y pregunto cuál era el sentido de la vida y, al no recibir respuesta, sintió la angustia existencial. Como nadie entiende un carajo de la lógica que puede tener esta vida sin saber qué hay antes o después, si es que hay algo, vamos a hacer lo que nos haga felices, a ser posible sin joder mucho a los de alrededor. A mí, siendo menos de la mitad de listo que Sartre, me pasa lo mismo: me cuesta asimilar que hay cosas que no entiendo, que no tienen lógica ni sentido. Claro, vivir en plena precariedad de un capitalismo tardío a punto de convertirse en post mortem no es que ayude mucho a alguien que intenta vislumbrar y cumplir leyes del universo que se muestran caóticas e incomprensibles. Como no puedo controlar el universo y ni siquiera puedo dominar mi mente como si fuera un asceta hindú, he tomado una decisión bruta: olvidar. ¿Has visto Una mente maravillosa? De Russell Crowe haciendo de un genio en las mates… que desarrollaba esquizofrenia. El tipo era capaz de convivir —parece que fue real— con sus propias paranoias, discriminando racionalmente lo que era real y lo que no. Yo convivo con los diez mil rituales que me separan de Jack Nicholson en Mejor… imposible haciendo un esfuerzo racional por no acordarme de qué calzoncillos llevaba el día que se jodió el coche, o que camiseta estrené el jueves pasado, que me pasé la tarde en Urgencias con alguien cercano, sabiendo que no era nada grave, pero con la sombra de un putadón épico susurrándome en la oreja. Post data: nada grave, menos mal.

Por haberme hecho sentir más desnudo que si estuviera haciendo el molinillo con el nabo y por darle forma a un viaje de introspección, sin dejar prisioneros, sin autocomplacencia:

Seether – The Surface Seems So Far.

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